*Julio César Cu, de 62 años, se sumerge en las aguas negras de la capital para darle mantenimiento a los desagües. Su labor lo ha llevado a enfrentar diversos hallazgos desde autopartes hasta cadáveres.
Zambullirse en los excrementos y en los desechos médicos e industriales, remover objetos en el drenaje profundo de Ciudad de México como juguetes, electrodomésticos, condones o autopartes, e incluso encontrar los cadáveres de animales y de personas en aquellas aguas pastosas, no es la parte más dificultosa para Julio César Cu, un chilango bien canoso de 62 años.
“Lo más difícil es perder totalmente la visibilidad a los diez centímetros de profundidad”, cuenta el último buzo de las cañerías antes de sumergirse a aquella viscosidad, metido en un traje rojo y una escafandra que le da un toque alienígena. “He probado con lámparas y otros artefactos y nada, no se ve nada. Allá bajo, mis ojos son las manos y mis otros sentidos”.
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Cu entró a trabajar como dibujante a la unidad de rescate de la entonces Dirección General de Construcción y Operación Hidráulica de lo que llamábamos Distrito Federal (hoy Sistema de Aguas), unidad fundada en 1980, año en el que arreció la práctica chilanga de usar las alcantarillas como si fueran basureros.
Para 1983, el gobierno capitalino necesitó más buzos y como Cu practicaba el buceo, abandonó el dibujo y se enlistó en la unidad. Cu tenía 23 años y desde entonces, su misión ha consistido en darle mantenimiento a los desagües capitalinos.
Para sumergirse entre 20 minutos y hasta cuatro horas en aquellas natas de mierda, natas que llegan a alcanzar al menos medio metro de espesor, Cu no sólo necesita el típico traje neopreno térmico de los buzos. Requiere otro traje que el gobierno compró en Noruega y que hoy debe valer unos 30 mil dólares. Dicho traje, hecho para bucear en bajas temperaturas, tiene un grosor de seis milímetros e impide que las aguas negras entren en contacto con la piel de Cu.
También usa una escafandra que pesa 8 kilos: un casco como de los astronautas, sólo que de acero y con aleaciones de bronce, como los que utilizan los buzos de las plataformas petroleras. Toda la indumentaria pesa unos 45 kilos y está hecha para zambullirse en los 30 metros de profundidad que alcanza el alcantarillado. A veces baja metido en una jaula protectora que manipulan desde una grúa.
Cu, obvio, no puede hacer todo solo. Así que se recarga en dos ayudantes y un “tender”. Los primeros son los encargados de sujetar la manguera a la que Cu está conectado y agarrado, misma que le da oxígeno y comunicación con el exterior. El “tender” es quien maneja la consola de control, donde se sabe a qué profundidad se encuentra Cu, cuánto oxígeno queda en los tanques. “Junto a mis manos, el tender me sirve para mirar”, dice.
Cu cuenta que, además de la ayuda de sus compañeros, “es necesario mantener un adecuado control mental”, pues moverse a tientas en aguas negras siempre será incierto. “El miedo en este trabajo es latente: de una u otra forma, siempre está presente. Y trabajar con esa sensación me ayuda a estar más atento a mi trabajo”.
—Bucear en aguas negras debe ser una experiencia de muerte, ¿no?
—El buceo como deporte es peligroso, pues entramos a un mundo que no es el nuestro. En mi trabajo se incrementa más porque vienen troncos, vienen clavos, vienen vidrios y todo lo que aspira el drenaje. Y como nosotros no podemos nadar literal como lo hacen los buzos, porque nosotros nos arrastramos en el piso, entonces corremos el riesgo de que se nos corte el traje.
En los 35 años que Cu lleva sumergiéndose en las aguas negras ha encontrado desde neumáticos, colchones, refrigeradores, hasta cadáveres de caballos. Pero también están los cadáveres de personas, situación que no deja de provocarle sorpresa e indignación.
“La policía ha solicitado nuestra ayuda cuando hay algún accidente o alguna búsqueda de alguna persona. Creo que eso es lo más impactante: buscar alguna persona, encontrarla y rescatarla”.
Hace un par de año, Cu participó en el Conversatorio Ciencia y Tecnología para la Paz, organizado por la Universidad Iberoamericana en Ciudad de México, y ahí, palabras más, palabras menos, a Cu le preguntaron si el drenaje de la ciudad se había convertido en una fosa clandestina, a lo que el buzo dijo: “Podría ser. Han incrementado los cuerpos arrojados a las aguas negras”.
Para Cu y su equipo, los meses más pesados de trabajo suelen ser de mayo hasta agosto, la temporada lluvias. “La gente tira mucha basura, no se dan cuenta de que esas aguas residuales podrían reutilizarse”.
—¿Y usted es el único buzo que queda?
—Por diversas circunstancias, algunos se han ido y otros se han cambiado, y así, y yo soy el que me mantengo aquí, ¿Por qué me mantengo? Porque me gusta mi trabajo. Yo lo valoro y me gusta mucho saber que parte de lo que yo hago beneficia a la Ciudad de México.
Siempre que Cu concluye cualquier faena, apenas emerge el traje es enjuagado para remover los desechos. El traje, después, es sometido a un procedimiento de inspección y desinfección. Y Cu se marcha a su casa, donde todavía ahora, su esposa y sus hijos suelen decirle que no les gusta que trabaje de buzo, pero esa es otra historia.